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Querida Gabriela,

Siento escribirte, sé que mi pluma siempre vaticina malos presagios. El otro día me sorprendí pensando en ti, en nosotras más bien, si me permites este inocente egocentrismo. ¿Te acuerdas de Cádiz? El color del mar se me ha impreso en la sangre y ahora busco por todas partes algo igual. Pero no está siquiera en las viejas fotos. 

Odio el instante en el que decidí convertir ese momento en recuerdo. «¿Y si nos olvidamos del regreso y nos quedamos esta noche en la playa?», yo reí ante la vertiginosa locura del momento, atraídas por el olor a vida de las calles. Decíamos otras locuras como que nos queríamos o que, en una bonita interpretación del tiempo, siempre íbamos a estar juntas. 

Me cuesta pensar que la vida ahora pueda seguir imaginando maneras de olvidarte, de borrar lo que hiciste, a pesar de que no eras consciente o no querías. Vivir sobre el graznido de las gaviotas era ilusorio. Me toca hacer frente a la obligación de odiarte porque no me queda de otra pero hasta eso me parece estúpido ante la idea de que aún estabas aprendiendo a amar. 

No sé si alentarte o advertirte sobre ese camino que parece prometedor. Si te advierto tengo miedo a desaparecer, a que no recuerdes que una vez permanecí impasible, como una mosca ante una mano amiga. Ahora no sé qué es ala y qué es pata, qué es corazón y qué es alma. 

No me queda mucho para morir tiernamente ante tus pasos próximos. Tal vez entonces, aunque ya no pueda leerte, me escribas con el lápiz enlagrimado que me necesitas.

Te quiere, 
G.  


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