Querido abuelo:
Antes que nada, quería explicarte cuánto te echo de menos.
¿Te acuerdas cuando me pedías que te leyera el periódico completo y luego me dabas cinco duros de propina?
Corregías mi entonación, mi velocidad y me hacías repetir las veces que hiciera falta hasta que estimabas que lo había hecho de forma casi perfecta. Quizá de ahí me viene mi amor por la lectura en voz alta delante de un público. Luego cogías tu bastón, tu sombrero panamá y nos íbamos a caminar bajo las palmeras que según me habías relatado tantas veces, habían sido traídas desde Cuba y plantadas por ti al regreso a tu tierra.
Me encantaba agarrarme a tu mano arrugada y fría. Me sentía la niña más segura del mundo sintiéndote a mi lado. Yo te hacía gracia con mi simpatía infantil y me tirabas de la lengua para que al hablar trastocara las sílabas y dijera aquellos disparates sinsentido que te sacaban una ruidosa carcajada.
Me llamabas La Guirra. Con los años supe que se trataba de un ave rapaz diurna. Desde luego no sería por mi nariz aguileña. Creo que ser tan despierta para mi edad y no tenerle miedo a nada, me hizo ganar ese apelativo.
Mientras que todos mis primos y mis cinco hermanos se acercaban a ti con mucho temor, yo lo hacía con total desparpajo. Me enviaban a mí para pedirte cosas porque nunca me las negabas. Entre nosotros la gran diferencia de años no nos impedía hablar de todo. Ahora imagino que te adaptabas a mi lenguaje y escasa comprensión de la realidad.
Un día te lancé sobre la mesa de tu despacho, también traído de Camagüey (Cuba), una docena de lagartos medio muertos ensartados en una verga de alambre y te exigí que me los pagaras. Nos habías dicho que por cada reptil que elimináramos nos darías media peseta. Se comían los plátanos, las uvas, los tomates y habían demasiados escondidos entre las paredes de piedras que protegían las huertas del viento. Me miraste muy serio y —mientras el resto de la pandilla miraba estupefacta una reacción de enfado por parte tuya— soltaste la mayor carcajada que jamás te había oído y vaya si me diste el «sueldo». Aparte de lo acordado, recibí un extra por mi valentía y decisión.
Fueron maravillosos aquellos veranos en La Victoria aprendiendo de ti a leer, a saber escuchar y a mostrarme con naturalidad; con la sinceridad de una niña de seis años que era feliz y libre como las aves rapaces volando entre los azules del planeta.
Gracias por tus enseñanzas, abuelo. Inculcaste en mí la honestidad y el coraje y lo hiciste desde el amor y la paciencia.
Deseo que todas las niñas tengan la misma suerte que yo y puedan disfrutar de un abuelo que las ayude a crecer sintiéndose capaces y valientes.
Fui una privilegiada.
Volveremos a vernos y seguiremos charlando bajo la sombra de tus palmeras.
Un beso enorme,
tu Guirra, Loreto Perera.
Comentarios
Bonitos recuerdos de una estrecha relación impregnada de cariño e inocencia.