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A quien quise dejar de querer: 

«Es tal vez la felicidad la que me vuelve triste», me dices y te marchas cantando bajo un paraguas azul. Me dejas solo y perdido en esta ciudad que no es Cherbourg, donde los colores son más feos y nadie viene a besarme bajo la lluvia al final de la película. Aquí las precipitaciones solo empapan. Te dejan mojado y solo. Tampoco me arrepiento de nada, no me malinterpretes. Es solo que de haber podido escoger, te hubiera dicho que no desde el principio. Que si es para hacernos daño, era mejor que no volvieras. 

Lo que no puede ocurrir es que te reproche lo mismo de siempre. Que yo intente hacer periodismo y que no pueda porque me asaltas en todas las esquinas. Eras la chica del cine, la sirena por la que me até en el mástil, la residencia de estudiantes que siempre quise fundar. No eras tú, pero sin saberlo vivías en la isla. Y no te hablaré de los límites de mi mundo porque las licencias del amor también deberían tener márgenes. No todo vale en poesía. De haber sabido que se iba a publicar, hubiera calculado los centímetros de la despedida y cronometrado los últimos abrazos analógicos antes que nos absorbieran las discusiones por WhatsApp.

No puedo pasarme los días negando los remites, evitando los destinos. Porque no puedo aguantar así de feliz toda la vida. Y en mi caso, empiezo a rebosar. De lluvia, de tristeza, de cartón de musical. Envía una señal si te llegan mis cartas. Dime que te gustan. Tengo una gaveta llena de poemas que te esperan. Que me esperan. Por si algún día me vuelvo a enamorar.

Y por si aprendo a decir adiós en alguna carta.


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